José Javier León
Seguro han escuchado aquello de que “al enemigo ni agua”, pues
bien, los ricos, la oligarquía, los poderes de facto a través de
sus instrumentos y operadores anti-políticos, empresarios y
comerciantes, se han complotado para decir de consuno “a los
chavistas ni agua” y cuando dicen chavistas dicen pueblo, dicen
gobierno. Porque eso desde ya es una señal de que saben, más que
muchos “críticos”, que este es un gobierno popular y que si
joden al pueblo, joden al gobierno.
La fórmula no es que les haya dado mucho rédito político-electoral,
pero tanto va el agua al cántaro que al fin se rompe y se romperá,
sacan sus cuentas, como sea. Sea por la vía de un desastre desde
natural hasta social, que desate la ansiada pelea de perros, el mejor
escenario para que los gringos a través de sus mercenarios propios y
locales, des-gobiernen, como lo hacen en los países donde han
logrado instalar el estercolero que ellos llaman “democracia”.
Aquí han adelantado mucho, si vemos que ya no existe oposición. No
es para alegrarse porque significa que no tiene el gobierno un
interlocutor político sino que tiene que vérselas con una suerte de
enjambre descoordinado, informe e inatrapable difuminado en
innumerables f-actores que acordaron siguiendo las pautas de un
liberalismo gamberro a envenenar y pervertir el orden social,
abonando a la minuciosa desintegración de la sociedad. No tener
oposición ha hecho por ejemplo, que el gobierno se reúna con casi
cualquier opositor otorgándole un rango y una beligerancia
caricaturesca, como cuando se reunió con el evangélico muy conocido
en su casa.
Mientras esto sucede, en innumerables circuitos y redes virtuales y
sociales, células terroristas durmientes unas y despiertas otras
planifican y acometen atentados contra campesinos, líderes,
instituciones, instalaciones, procesos. Se trata de una guerra
multimodal y multifactorial. Ya se ha dicho y no es poco.
Debo agregar que el odio trasmitido e inoculado a través de los
medios es un ingrediente fundamental en la guerra económica pues de
alguna manera retorcida pero manera al fin, comunica al comerciante
(profundamente alienado por la ideología de la acumulación de
capital) último eslabón en la cadena pero que toca y afecta a
absolutamente toda la
población, grande o
pequeño, que no debe bajo ninguna circunstancia venderle por las
buenas nada al pueblo tenga o no tenga con qué comprar. Bueno, si no
tiene, mejor.
La idea básica es que los bienes sean inaccesibles para el grueso de
la población, esa que votó primero por el zambo Chávez y ahora por
el autobusero. La idea es que esa población que, por millones, apoya
y ha apoyado electoralmente al gobierno, no pueda vivir. Que su
trabajo no le permita adquirir los bienes y que ni sobre-explotándose
trabajando en lo que sea y como sea, le alcance. Que su mejor opción
sea incluso no trabajar y que la del salir del país, como ya se está
viendo -a través de los mismos medios que promueven la estampida- le
resulte cuesta arriba y arriesgada, porque afuera lo que conseguirán
es la xenofobia que juega garrote, odio fomentado por los medios que
dicen una y otra vez que Venezuela no vale medio y por ende sus
naturales tampoco.
En fin, que mientras el chavismo siga en el poder será una cárcel
el país y una tumba el mundo.
¿Cómo logramos desactivar el odio? Creando mecanismos transparentes
de acceso a los bienes y servicios. Debe saberse, aunque los
venezolanos lo sabemos a la saciedad, que por ahí comenzó todo: por
ocluir el acceso a los productos. Primero con colas de bachaqueros
apostados día y noche en las puertas de los negocios -situación que
duró largos y terribles años- hasta que la híper-inflación
inducida convirtió la mortadela mantecosa en articulo de lujo. Y en
cuanto a los servicios, ya sabemos cómo están las comunicaciones,
la electricidad, el agua y el gas. En muchos casos, interrumpidos con
desesperante frecuencia, cortados definitivamente o casi, boicoteados
o reducidos en su calidad hasta niveles ínfimos. La idea central con
esta operación de desmantelamiento es introducir en la mente del
venezolano que “privado es mejor”.
De modo que, acceder a los bienes y servicios resulta esencial. Y,
fundamental y estratégico, hacerlo de manera transparente. Considero
además que por la vía de la educación y la formación ciudadana no
será posible crear una cultura o forma de ser anti-capitalista al
menos en los plazos de la urgencia que la cosa amerita, digo antes
del estallido que los chavistas -y en general el modo de ser del
venezolano- está evitando y conteniendo desde hace rato.
El Bolívar ilustrado pensaba que las leyes debían corregir la
desigualdad aunque sabía como nosotros que los ricos con las leyes
hacen lo que les place. Limpiarse, por ejemplo, y no los mocos. Leyes
y gacetas se han atrevido a romper frente a las cámaras con total
impunidad y cuando pudieron, borraron de un plumazo una Constitución.
Creo pues, que buena parte de nuestra salvación pasa por la
tecnología. Necesitamos un sistema de precios controlado de manera
electrónica, impermeable al odio, al desprecio, al racismo. Que los
bienes vengan marcados -de fábrica y muchos apenas desciendan del
barco- por un código de barras y que la transacción sea
exclusivamente electrónica. Ya lo dijo Luis Britto García:
“... es indispensable activar una propuesta como la del ingeniero Rafic Derjani Bayeh, en el sentido de instaurar un sistema digital universal, centralizado y transparente de administración de costos y precios, que permita tanto a las empresas como a la administración y al público determinar, en tiempo real, los activos invertidos y los beneficios obtenidos en cada transacción económica”.
Mientras eso llega, con la tecnología QR por cierto se están dando
pasos importantes, debemos tener conciencia de que lo que está en el
fondo del asunto es racismo mondo y lirondo. Si no lo entendemos,
podemos caer víctimas de las guerras de odio como la de los hutus y
tutsis en Ruanda. No se crea que no lo han intentado y el pueblo
venezolano ha sabido evitar en la raya ese baño de sangre.
Recordemos las repetidas guarimbas y la milagrosa elección por la
Constituyente. Mas nunca se sabe cuándo se pueden reavivar esos
demonios. A veces basta una simple llamita y un viento a favor para
que prenda el candelero.
Los comerciantes, escondiendo los productos que el pueblo ya puede
comprar, están jugando con fuego. No cabe duda. Hace falta sí, un
Estado fuerte pero no hay leyes ni controles que valgan cuando el
racismo se envalentona, y a la hora del pandemonio la irracionalidad
del comerciante promoverá e incentivará irresponsablemente el peor
de los escenarios. Por eso pacta a la hora de la chiquita con los
sectores más corrompidos de la sociedad e incluso corroe con
prebendas y regalías a las fuerzas del otro-orden. No les
importa nada -ni a unos ni a otros- con tal de preservar sus
privilegios, la
integridad del capital y el
poder que da, que sienten que
tienen.
Los ricos necesitan exhibir su riqueza y contrastarla para sentirse
grandes y poderosos. Allá ellos y sus complejos. No es que los ricos
sean malos en sí mismos, sino que la riqueza es una hipertrofia
social que se sostiene sobre el racismo y escamotea la violencia de
la desigualdad. Las mercancías -y en una sociedad enferma de
capitalismo todo se vuelve mercancía- se definen por la
inaccesibilidad con respecto a los trabajadores (que las producen).
Si cualquiera puede adquirir un bien, el valor (social) y su precio
tienden a cero, es decir, al des-precio. ¿Por cierto, el desprecio
que sienten por el Estado y sus instituciones no viene también de
que estiman que (un) cualquiera
es Presidente? Los
ricos deben reproducir la sociedad que resguarde sus privilegios
fabricando exclusión. La apuesta de la revolución consiste en
conquistar la igualdad y ello se logra, entre otras muchas cosas pero
sobre todo, desmercantilizando.
Quitémosle a los ricos la potestad de ponerle a las cosas precio, y
sometamos el sistema a un control electrónico -racional, matemático,
objetivo, algorítmico- que marque las mercancías desde la
producción hasta la distribución y venta. Que se establezcan con
claridad y transparencia, los costes.
¿Complicado? Puede ser, pero de verdad verdad, no nos queda (de)
otra.
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