José Javier León
La oposición a través de sus
medios, nacionales e internacionales, las redes y demás medios de
difusión y difuminación de sus especies sicológico-terroristas,
especializadas en escándalos de variados decibeles y bemoles, nos
quiere convencer y a más de uno han convencido, de los chavistas
digo, que no estamos en revolución. Ha sido más o menos fácil
lograr esta suerte de vacío y angustia porque han entremezclado
palabras y sentidos que no deben estar juntos a menos que se aspire a
un estado de prístina pureza que la verdad no existe ni en el
empíreo.
Para
decirlo fácil y en tres platos: Estado, gobierno y revolución no
son lo mismo. De Chávez se dijo y hasta él mismo entendió que era
un infiltrado, un militar -de academia y- revolucionario (primera
infiltración, pensándolo bien), proveniente del pueblo más humilde
y que, según su propio testimonio logró “colarse” en las
estructuras del aparato militar -para más tarde, literalmente
conspirar- y tras una rebelión militar que lo mostró al pueblo en
una sola pieza resquebrajó la “democracia de partidos”
adeco-copeyana. En elecciones y por la voluntad del pueblo hastiado
de neoliberalismo y pobreza extrema, ocupó raudo pero descollante
“la silla” que estaba reservada para los escogidos de las élites,
muñecos ventrílocuos de la burguesía y las trasnacionales.
Desde entonces, la pelea
cuerpo a cuerpo es entre los revolucionarios y revolucionarias contra
las formas enquistadas de gobernar que parecen trasudar de las mismas
paredes, escritorios, firmas, ventanillas, gavetas, sellos y horarios
de oficina, de la eterna y abotagada administración burguesa.
A
esa lentitud proverbial se opuso Chávez imponiendo por decretos un
estado alternativo erigido sobre las Misiones. Poco a poco, de tanto
bypassear al Estado las misiones devinieron parte del estado y en
muchos casos se contagiaron de aquella lentitud y contradicho su
dinámica y flexible naturaleza.
Algunos ministerios heredados
del anciano régimen vieron con pasmo y rubor como comenzaba a
desfilar sangre y prácticas nuevas por los amodorrados pasillos.
Otros, los nuevos, se contaminaron de las viejas formas y asumieron
como propios los formalismos. En otras palabras, en todos lados vemos
lo nuevo y lo viejo entrechocando, viéndose las caras, enfrentando o
transando.
Por
ejemplo, la universidad en la que trabajo, nacida sin duda al calor
de la revolución y que llamó a sus filas a quienes estaban
dispuestos a construir una educación liberadora, vino lastrada por
prácticas decadentes, heredadas de las universidades centenarias. En
los nuevos espacios (algunos viejos o recuperados), lo viejo y lo
nuevo se enfrentaban, paradigmas vetustos y recién nacidos se
enfrascaban en largas y arduas discusiones dignas de mejores
resultados. Pero en fin, era natural que tal cosa ocurriera pues la
carga del pasado se expresa en el presente y sólo un movimiento
revolucionario puede buscar desembarazarse de los restos, dejarlos
atrás y avanzar abriéndose paso en lo incógnito.
Lógicamente
no es fácil aceptar que se debe desaprender; sobre todo cuando somos
educados en la percepción elitesca y clasista de la meritocracia,
del conocimiento experto, de la aristocracia académica que prohija
el Índice Académico y otras formas pervertidas de los cuadros de
honor.
No obstante, pese a ese pasado
demasiado reciente, en la UBV hemos intentado hacer una revolución
educativa, trabajando en y desde las comunidades, construyendo
ciencia y tecnología pensando y pensada desde los territorios.
Tenemos además, en nuestras manos, privilegio que no pocas veces
pasa desapercibido, el poder de hacer revolución educativa, de
reconocer saberes, de hacer alianzas estratégicas, y de investigar
lo que en las universidades autónomas ni se imaginan, en campos
fértiles pero invisibles para sus esquemas y preceptivas. Nos
ocupamos así de realidades que de otra manera seguirían
silenciadas.
Hace
nada, por sólo citar un ejemplo, en uno de los proyectos que estamos
desarrollando logramos en un espacio alternativo perteneciente a una
emisora comunitaria, donde conviven los médicos de barrio adentro y
una parvada de niños de la Fundación Niño Simón, en un humilde
pero cálido salón nos reunimos para una clase titulada El Arte de
Entrevistar, dictada por un comunicador popular que hizo apasionado
acopio de su experiencia. Esa intervención suya, esa mañana, en ese
ambiente, es expresión sin lugar a dudas -para quien lo quiera y
pueda ver- de esa revolución invisible pero tenaz que se construye
todos los días. Y entiéndase que es sólo un ejemplo de incontables
que suceden a ojos vistas, que leemos y conocemos por diversas vías,
que nos dicen como agua -que va al cántaro del capitalismo hasta que
al fin se rompa-, que hay un hermoso país en movimiento, como
cantaba el poeta Valera Mora.
Y
ese país se mueve pese a todas las rémoras, heredadas y nuevas, que
cuando no vienen del pasado se incuban y medran en el presente.
Es
de ilusos creer que nos van a dejar tranquilos hacer una revolución,
como si el odio y el racismo pudiera de pronto dejar de existir. Y
pienso más, algo que debería ser bastante obvio: los obstáculos se
multiplicarán hasta la asfixia en la misma medida en que se
incrementa el grado de conciencia.
Si nosotros nos hemos
infiltrado en el viejo estado, el capitalismo a su vez lo está en el
sistema nervioso del gobierno revolucionario y por ende, del Estado.
No es descabellado pensar que la intensidad de los ataques es
inversamente proporcional a la fuerza de la revolución. Que la
corrupción moral hace parte del abono que renueva la tierra de la
patria naciente.
Si
el capitalismo ha infisionado al gobierno y al estado, como
naturalmente debe hacerlo para sobrevivir viviendo en los meandros de
la burocracia, los revolucionarios no podemos menos que entenderlo,
comprender empírica y científicamente su comportamiento y actuar en
consecuencia. Al capitalismo le toca hacer lo que le toca: matar,
pervertir, corromper; a nosotros, lo nuestro: amar la vida y crear
por encima de lo que sea, las condiciones para la supervivencia de la
especie humana y del ṕlaneta.
Como
siempre, se trata de decidir entre el socialismo o la barbarie.
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